Por Jorge Elbaum
Desde hace una década nos encontramos peregrinando por una Segunda Guerra Fría. Como en la anterior, sus escenarios de conflicto se diversifican en territorios combinados y yuxtapuestos. Los bombardeos ejecutados por Donald Trump (foto) en Nigeria —para recuperar el liderazgo del “Occidente cristiano” en su lucha contra el terrorismo—, los asesinatos extrajudiciales en Centroamérica y el intervencionismo brutal en países de Latinoamérica y el Caribe responden al mismo interés por conservar una hegemonía hoy atenuada. Con la intención de recuperarla, por lo menos discursivamente, la Secretaría de Guerra de los Estados Unidos difundió el 23 de diciembre el documento titulado Desarrollos militares y de seguridad de la República Popular China, en el que demoniza el fortalecimiento de la República Popular al tiempo que advierten sobre los peligros que suponen las articulaciones “comunistas” en la región.
Las cien páginas del documento del Pentágono plantean el desafío desesperado por truncar el XV Plan Quinquenal (2026-2030), que prevé un incremento del vínculo de Beijing con el Sur Global, y el correspondiente aumento de la cooperación con América Latina y el Caribe. Dicho objetivo se especifica en el Documento sobre la Política de China hacia la región, publicado el último 10 de diciembre, dos semanas antes de que fuera difundido el informe del Pentágono. Este último, presentado por el expanelista televisivo y actual secretario de Guerra Pete Hegseth, bosqueja la confrontación contra Beijing sobre la base de tres dimensiones estructurales: las nucleares, territoriales y tecnológicas.
El primer aspecto se vincula con el potencial liderazgo de Beijing en la construcción de reactores nucleares de sal fundida (MSR), que serían capaces de reducir de forma significativa el costo de la energía para 2030. La segunda dimensión se refiere al motivo por el cual Trump está tan interesado en Groenlandia. El Ártico posee riquezas enormes. Se considera que alrededor del 13 por ciento de las reservas petrolíferas y el 30 por ciento del gas natural se encuentran en dicho territorio. Además, esa ruta nórdica empieza a ser uno de los nuevos corredores de transporte marítimo, circuito en el que Beijing propone, junto a Moscú, trazar una “Ruta de la Seda Polar”. En 2022, ambos países realizaron ejercicios militares conjuntos en los mares de Bering y Chukotka, y establecieron en el archipiélago de Svalbard un grupo de investigación científico de los BRICS.
La dimensión tecnológica planeada por el Pentágono es la más compleja e influyente en las otras dos dimensiones restantes (el término “tech” se repite 119 veces en el documento) y se vincula con aspectos de investigación básica (computación cuántica), innovación tecnológica aplicada (inteligencia artificial), recursos naturales (tierras raras y minerales críticos), satélites, cables de fibra óptica submarinos) y estándares de transmisión de datos (como 5G y 6G) que compiten por establecer los protocolos globales para las futuras tecnologías estratégicas. El proyecto China Standards 2035 ha sumado socios en tres decenas de países y puja por liderar la comercialización de patentes chinas en la próxima década.
Tanto la República Popular como la Federación Rusa intentan de forma denodada “desconectarse” de los mecanismos institucionales de extorsión, creados para limitar las soberanías nacionales, buscando alternativas de autonomía y multipolaridad horizontal en los BRICS. Xi Jinping, con su resistencia triunfante a la guerra arancelaria plantada por Washington, y Vladimir Putin, con su Operación Militar Especial exitosa contra los 32 países integrantes de la OTAN, han sepultado la posguerra fría e inaugurado una nueva etapa de las relaciones internacionales. El modelo que promueve la República Popular es el de “soberanía civilizatoria”, según el cual cada país tiene el derecho inalienable de gobernarse de acuerdo con sus tradiciones –y de decidir qué sistema político prefiere–, sin tener que someterse a ningún formato de homogeneización global, utilizado históricamente por el liberalismo europeo para arrasar con identidades nacionales.
En marzo de 2023, en su discurso ante el pleno de la XIV Asamblea Popular Nacional, Xi Jinping señaló que “una civilización de 5000 años” no tiene que copiar sistemas políticos ni importar modelos ajenos. Ha sabido aprender de esa larga marcha y no está dispuesta a aceptar ningún tipo de intromisión en sus asuntos internos. La propuesta concreta, que Vladimir Putin ha respaldado, es la sustitución de los “valores mal llamados universales” –impuestos como únicos e indiscutibles por el modelo eurocéntrico atlantista– por los conceptos de “valores compartidos” y “equilibrio civilizatorio”, respetuosos de las divergencias históricas, culturales e ideológicas.
Este modelo westfaliano asimétrico habilitó la creación de la Liga de las Naciones y, posteriormente, de las Naciones Unidas (ONU). Las relaciones internacionales se instauraron sobre fronteras que debían respetarse. La ONU fue fundada con una arquitectura de soberanías jerárquicas: los cinco ganadores de la Segunda Guerra Mundial se reservaron para sí mismos la capacidad de vetar disposiciones dentro del Consejo de Seguridad (CS). Ese esquema empezó a resquebrajarse con los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia —en la década de los noventa—, cuando la República Popular China y la URSS apelaron a sus respectivos vetos en el CS, sin que Estados Unidos y la OTAN se aviniesen a respetar dicha prerrogativa inscripta en la Carta Fundamental de la ONU. El otro factor que fue utilizado de forma incremental para debilitar las soberanías ha sido la utilización de factores transnacionales: el endeudamiento, las redes de delincuencia supranacionales, las tecnologías de la comunicación, la salud y el medio ambiente se convirtieron en elementos de chantaje para intervenir en los asuntos internos de los países. El supuesto de Occidente de que la única forma de abordar dichos problemas globales debía partir de sus propios criterios morales habilitó diferentes formas de injerencia “globalista”, que hoy aparecen como cándidas frente al brutalismo trumpista. De una u otra manera, cualquier abordaje soberano puede convertirse hoy en un pretexto para el castigo, el bloqueo o la invasión. En síntesis: el modelo de soberanía westfaliano, instituido en el siglo XVII, solo ha tenido validez plena para Occidente. En la actualidad, el corolario desinhibido trumpista pretende su descomposición total, salvo para Estados Unidos. Ni China respecto a Taiwán, ni Venezuela respecto a su petróleo, ni Cuba respecto a su revolución, ni Rusia respecto a su seguridad pueden —en la mirada de Occidente— expresar razones soberanas. Ese no es un derecho, según Donald Trump, de los pueblos inferiores. Sin embargo, el cambio geopolítico actual no parece comulgar con su espíritu supremacista. Por el contrario, sus ínfulas imperiales, aunque ampulosas y violentas insisten en exhibir su íntima y brutal fragilidad.
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